lunes, 26 de noviembre de 2012

La isla al mediodía

"Las autoridades advierten de que el exceso de realidad puede producir alucinaciones". Esta frase, que no desmerecería del mayo parisino sesentayochista, me asaltó al leer el otro día la noticia de la isla desaparecida. Inmediatamente recordé aquel relato de Julio Cortázar, "La isla al mediodía", en el que una isla dejaba súbitamente de existir. Leía uno de adolescente a Cortázar, maravillado, creyendo que era un escritor de relatos en los que reinaba la fantasía, sin darnos cuenta de que el argentino era un sabio que conocía las múltiples caras de la realidad, esa impostora que no es sino una convención social que se viene abajo en cuanto se enfrenta a una mirada aligerada de prejuicios.
Los seres humanos no somos otra cosa que islas a la deriva, vulnerables y anónimas, visibles cuanto más ausentes, como nos enseña el foco cruel de la Navidad, ya a la vuelta de la esquina. En estos tiempos, obscenos y convulsos, en los que a diario desaparecen derechos públicos que creíamos inalienables, triturados entre las fauces de la virtual especulación financiera, la desaparición de una isla se nos antoja parte natural del paisaje de este grotesco teatro  de comienzos de siglo.
Visibles cuanto más ausentes, decía. Y también lo contrario: ausentes cuanto más visibles. En esta guerra entre la codicia insaciable de unos pocos contra los más elementales derechos de todos los demás, un campo de batalla formado por suicidios, desahucios y hambre, se echa en falta la voz pública, el posicionamiento, la definición de los más mediáticos: músicos, deportistas y en este plan. No basta con el gesto benéfico solidario, tan gratificante, por otro lado, para la imagen comercial del individuo en cuestión: son tiempos de mojarse.
Tal como lo hace, en el lado contrario, un zafio Arturo Fernández.
 
 

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